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Juan Antonio Molina ensayando Secretitos en la penumbra.
(Foto: Jacobo Medrano)

 

Teatro cuántico

 

 

Estamos montando una obra que se titula Secretitos. La estamos montando a oscuras por exigencias del texto y, en fin, un poco también por el título, que sugiere misterio y penumbra. Transcurre en un bosque, de noche. Cuando la estrenemos en Madrid a mediados de mayo reforzaremos la iluminación general, aunque sólo sea para que los actores no tropiecen entre ellos y se descalabren. Y también para que el público vea algo. Soy de los que piensan que está bien que el público que acude a ver un espectáculo pueda ver algo de ese espectáculo.

Semejante requisito se me hizo evidente en el Gran Teatre del Liceu durante una representación de Turandot. Sospecho, creo, supongo que se trataba de Turandot. La música se parecía mucho a la de Turandot y cantaban aquello de «Nessun dorma! Nessun dorma! Tu pure, o Principessa, nella tua fredda stanza, guardi le stelle che tremano d'amore, e di speranza!». Aunque, por lo demás, no podría jurar de qué obra se trataba, porque no vi nada. Pero nada de nada. Nada en absoluto. Me tocó una de esas famosas butacas sin visibilidad que hay en más de un teatro. No fue una experiencia encantadora y no tengo planeado hacérsela sufrir a nadie. Así que en las representaciones con público intensificaremos la luz. Pero de momento, en los ensayos, nos ceñimos a los haces mortecinos que proyectan dos linternas baratas.

El caso es que estoy viendo poquísimo porque está todo muy oscuro. Aunque eso no representa un problema para mí, soy un poco fotofóbico. Y, además, al comienzo supuse que si sólo veía un 10% de lo que pasaba tendría que trabajar, para mi regocijo y mayor gloria de la ley del mínimo esfuerzo, un 90% menos. No puedo corregir lo que no veo y sería fútil proponer acciones que no voy a poder ver. ¿De qué sirve decir «retrocede unos pasos» o «sal por la izquierda» en medio de la impenetrable tiniebla? Es la ventaja de dirigir a oscuras: todo está siempre bien y en su sitio. Lo cierto es que no trabajo un 90% menos entre otros motivos porque los personajes hablan y hablan, hablan sin parar, y eso acarrea muchos quebraderos de cabeza con los actores. No chilles, borra esa frase, pon una pausa aquí, etcétera. Pero sí es verdad que se trabaja menos. Yo, que no los actores. Ellos se rompen los cuernos como unos campeones.

¿Qué ocurre? Que a veces me enfocan con las linternas y se me quedan mirando. En primer lugar para cerciorarse de que sigo allí, de que ese bulto sigiloso apoltronado en un rincón es el director y no una pareidolia compuesta por un amasijo de ropa o bolsas de basura. Les tranquiliza comprobar que estoy despierto. No les culpo por ello, entiendo que sea tranquilizador que el director esté presente, vivo y despierto en los ensayos. Pero en segundo lugar insisten en mirarme como esperando algo. Es un vicio extendido entre muchos actores: representan una escena o discuten algo entre ellos y al acabar, automáticamente, se vuelven hacia ti en silencio. Parece un movimiento reflejo relacionado con algún tipo de requerimiento, como si solicitasen consejo, aprobación o instrucciones. Afortunadamente siempre tengo una buena cara de póquer preparada para una ocasión así.

Entiéndaseme bien. En general estoy muy atento. Sería imposible no estarlo porque, al menos en los ensayos de Secretitos, lo que hacen los actores es fascinante y el texto es cautivador. Pero un director no es un mero oyente, no puede sentarse en un ensayo sólo para presenciarlo. Su mente debe revolotear libremente, paladeando las ocurrencias como una abeja libando flores en primavera. Sería muy inapropiado trasladar nuestros pensamientos a objetos alejados del montaje que nos ocupa, como una ración de chipirones o el título de aquella película que vimos hace una eternidad y que no conseguimos recordar. Pero las asociaciones mentales vinculadas a lo que se está viendo que pueden activarse durante un ensayo son ilimitadas y a menudo sorprendentes. Y no es raro que tengan utilidad e incluso puedan aplicarse al propio montaje.

Por ejemplo, mi última cara de póquer coincidió con una meditación acerca del Principio de Incertidumbre de Heisenberg. La oscuridad en la que se desarrollaba el ensayo me inspiró estas cavilaciones. Sabido es que no podemos conocer a la vez la posición y velocidad de una partícula subatómica concreta en un momento dado, de igual forma que en un ensayo a oscuras la posición y velocidad de los actores son muy imprecisas. El estado de cosas en cada momento se rige por ley de probabilidades. Una partícula no está en el punto A o en el punto B, sino que tiene un cierto grado de probabilidades de hallarse en A y otro de hallarse en B. Igual que un actor a oscuras. También aquí, en un contexto de magnitudes muy alejado del mundo subatómico, la injerencia del observador determina el estado de la realidad. Si me levanto y enciendo la luz del techo los actores quedan situados en lugares concretos desplazándose a una velocidad concreta y la indeterminación se desvanece. Pero de igual forma que el fotón disparado contra una partícula para determinar su posición y movimiento lineal altera su estado, ¿hasta qué punto los fotones que disparo yo al encender la bombilla del techo influyen en el estado de los actores? ¿Es esta influencia equiparable a ir empujándoles con el palo de una escoba a oscuras?

Las linternas me iluminaron cuando estaba en proceso de concebir una fórmula que pusiera en orden estas especulaciones y estableciera las bases de un verdadero teatro cuántico. Es una pena que lo urgente prevalece sobre lo importante. Las acuciantes demandas de mis actores segaron de un tajo el sutil hilo de razonamientos con el que mi cerebro, en un estado alfa de relajación y fecundidad creativa, estaba a punto de enhebrar la aguja con la que hubiera añadido un retazo extraordinario a la historia del arte dramático. Ese hilo, como el de los sueños truncados al despertar, es en la práctica irrecuperable.

Por fortuna mis caras de póquer raramente implican estados alfa de conciencia y las ideas del tipo referido sólo embelesan mi espíritu muy de vez en cuando durante los ensayos. Lo juro. Los actores que trabajen conmigo pueden estar tranquilos. Han de saber que si un día se vuelven anhelantes hacia mí, esperan y no reciben más que una expresión de asombro y un balbuceo por respuesta mi ánimo está igualmente con ellos, arrebatado por su talento, apoyándoles hasta el final. Es sólo que a lo mejor no sé qué decir.

 

 

© Carlos Atanes

Madrid, 2013 

 

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