Doblemente lunáticos
Desde que se ha descubierto dónde hay que enchufar las mangueras para poder regar los greens, ya es posible construir campos de golf en Marte. Al principio verán limitado su tamaño al de las cúpulas que los resguarden de una atmósfera muy enrarecida, pero después del obligado proceso de terraformación, será cosa natural ver cómo los multimillonarios que dirijan sus multinacionales de aquí desde sus residencias de allí, se pasean al aire libre con guante, bombachos y visera blandiendo su palo y luciendo un suave bronceado marciano. El césped crecerá con ímpetu arrebatoso, la cuota de ingreso en el club de golf será cosmológica —astronómicas ya son las de aquí—, y la probabilidad de acertar con un hole in one muy remota —el hoyo estará muy lejos, en un recorrido que deberá ser mucho más largo al aumentar el alcance de los golpes debido a la menor atracción gravitatoria—.
El traslado de unas cuantas miles de toneladas de hielo carbónico desde el Polo Norte hasta las laderas de Olimpus Mons —tres veces más alto que el Everest— será coser y cantar, y permitirá el establecimiento de unas estaciones de esquí magníficas, abiertas durante todo el año. La velocidad de descenso será menor que en la Tierra, esto es inevitable, pero esta carencia se verá contrarrestada por la posibilidad —seguro que muy valorada por los fatuos— de deslizarse pendiente abajo desde la cima más alta del Sistema Solar.
Al golf y al esquí podemos sumar la Copa Marte de regatas sobre planicie aprovechando el impulso de los vendavales marcianos, el Tour o el Giro de Marte para ciclistas obstinados, el surf sobre tormenta de arena y las gincanas en busca de viejos robots-sonda averiados. Esta prometedora actividad deportiva será decisiva y paralela al desarrollo de grandes centros hoteleros. Todo apunta a que el turismo, y no la exportación de materia prima, debería ser, en principio, la primera actividad económica de la nueva colonia, por lo menos durante los primeros cien o doscientos años. Turismo de temporada y segundas residencias de lujo. Ante esta perspectiva, más de un responsable de agencia de viajes tendría que estar frotándose ya las manos y salivando con fruición.
Pero, ¿es oro todo lo que reluce?: no, no y no. Parece que la terraformación lo vaya a arreglar todo, y no es cierto. Podemos hacer que la atmósfera de Marte sea más densa y rica en oxígeno, haciendo posible la práctica del footing, del Tai-Chi y del senderismo. Podemos, seguramente, dotarla también de una capa de ozono, posibilitando así el nudismo, el voley-playa y los certámenes de miss camiseta mojada —¿a quién podría interesar ir a un planeta que no celebrase el concurso de miss camiseta mojada?... ¿hay algo mejor que la civilización terrícola pueda exportar al espacio exterior?—. Podemos calentar el planeta, sacar agua a la superficie y hacer crecer plantas en ella, lo que permitirá contar con piscinas, viñedos, absurdos parques temáticos, luchas en el barro y estanques para patos. Pero hay cosas que van a seguir como están. La gravedad marciana va a permanecer sin cambio, y si nadie lo impide, dos lunas seguirán estando sujetas a ella. Dos rocachas de tamaño considerable: Fobos y Deimos. Orbitan bajo y a gran velocidad, y hay quien dice que algún día perderán demasiada altura y se estamparán contra Marte, pero de momento siguen ahí. Se fingen inofensivas e indolentes, pero no lo son en absoluto. Aquí, en la Tierra, sólo tenemos una luna, y no es para tomársela a pitos flautos. Sólo hay que ver la poderosa influencia que ejerce sobre nuestros cuerpos y mentes cada vez que se arrima un poco: menstruaciones sincronizadas, crecimiento de uñas y pelo, aumento de la criminalidad, crisis psicóticas, licantropismo...
Si esto no se toma en consideración, las vacaciones de una pareja de ricos enamorados en Marte pueden convertirse en una pesadilla gore. A la que pongan sus pies en el vestíbulo de un Grand Hotel marciano cualquiera, sufrirán el asalto de una jauría peligrosa: un personal masculino guillado, onicófago y cerdoso —¿no es acaso ésta una exacta descripción del licántropo?— y un personal femenino trastornado y deshecho por un ciclo menstrual hipertrofiado, furibundo, traidor e imprevisible. Tremendo: un desbarajuste de infarto y en consecuencia, la ruina del negocio.
Ya que en la Tierra tenemos bombas como para dar y repartir, lo que yo propongo es desorbitar a Fobos y Deimos con unos buenos pepinazos. Lanzamos uno, por ejemplo Fobos, contra la Tierra. Que venga para aquí, se de una vuelta y vuelva para allá. Entonces hacemos lo mismo con Deimos. Mientras uno va, el otro viene, y así sucesivamente. Es lo mismo que cambiarse dos naranjas de una mano a otra alternadamente, haciéndolas saltar en el aire, por lo que no tiene que ser tan difícil hacer lo mismo con dos pedruscos en el vacío. De verdad que vale la pena hacerlo. Por tres motivos: primero, porque evitaríamos el lunático espectáculo antes referido, lo que supone todo un alivio. Segundo, porque con un poco de suerte alguno de los dos satélites se estrellaría contra la cara oculta de la Luna, un sitio que verdaderamente detesto. Y tercero, porque se ahorraría un montón de combustible: en vez de lanzar cohetes de un planeta a otro, sólo habría que hacerlo hacia una de las dos lunas cuando ésta estuviese cerca, y ella misma transportaría a los pasajeros desde las proximidades de la Tierra a Marte, y viceversa. Yo mismo me hago un lío intentando imaginar qué trayectoria deberían seguir dos lunas de aquí para allá entre dos órbitas de dos planetas que giran a velocidades distintas alrededor del Sol, pero seguro que alguien con estudios lo soluciona sin recurrir a la calculadora.
Espero que la seria advertencia que he formulado contra los amenazadores brotes de lunatismo marciano, y mi posterior sugerencia de uso razonable del transbordo cascajoso, no caigan en saco roto, sean leídas por quien debe leerlas, y me valgan, algún día, un muy merecido reconocimiento en forma de pasajes interplanetarios en primera clase con estancia en balneario marciano incluido. Opino que no se puede pedir menos.
© Carlos Atanes
Barcelona, enero de 2004