Octavi Pujades, José Troncoso y Roberta Pasquinucci en La lluvia.
Macroimpresiones del Microteatro
El viernes pasado, día del estreno, me colé entre el público de La lluvia —montaje que va a estar todo este diciembre en la sala 2 del Microteatro de Madrid— y me llevé un buen susto al entrar el último en la estancia donde se representa. Me impresionó ver a mis actores —Octavi Pujades, José Troncoso y Roberta Pasquinucci— literalmente acorralados por un cerco de espectadores.
El microteatro, ya lo sabéis, tiene lugar en habitaciones pequeñas y para un público reducido. La lluvia comienza con dos de los tres personajes recostados sobre una manta en el suelo. A su alrededor no vi paredes, sólo un tapiz de personas alineadas como una canana de balas, una al lado de la otra, de pie. La distancia entre el corro de espectadores y los actores era mínima. En ocasiones inexistente. Hay que balancearse un poco hacia un lado para que Troncoso entre por la puerta, apartar un pie para que Pasquinucci no tropiece y encoger el vientre para que Pujades pueda sentarse erguido en el taburete que tenemos delante. Olemos a los actores, les oímos respirar. Te pueden rozar, salpicar. Ese amontonamiento es algo que también impresiona a los propios intérpretes cuando se enfrentan a ello por primera vez. Y que acaba seduciéndoles y provocándoles adicción. Luego quieren repetir. Se vive el teatro de una forma muy distinta cuando tienes al público encima, en plan melé. Y el público también lo vive de otra manera. La percepción es más volumétrica, más tridimensional y más táctil. Se tiende a una pérdida de la visión de conjunto en beneficio de la visión del detalle. Por supuesto esto se puede potenciar en mayor o menor medida. Hay quien en el contexto de este teatro de proximidad sigue planteando sus espectáculos a la italiana, acaso como una concesión a los hipermétropes. O a los claustrofóbicos. O, mejor aún, a los actores claustrofóbicos. No es mi caso.
Ya desde el comienzo tuve claro que en La lluvia iba a meter al público dentro de la función. Las paredes de la habitación encierran a actores y público en un mismo ecosistema compartido. Y, como en la vida real o en la arquitectura barroca, ningún espectador goza de un punto de vista privilegiado. Quien se sitúa al fondo de la habitación tendrá una percepción de la obra muy distinta de aquél que se coloque al lado de la puerta. Entre guardar las distancias —siempre iban a ser escasas de todas formas— o la inmersión opté por la inmersión. Inmersión física, claro, que no simbólica: el público permanece invisible a los personajes, separado de ellos por una cuarta pared cuadrangular. Pero la inmersión física a veces penetra en la simbólica. La ósmosis es inevitable. Y casi diría que deseable.
Estas cosas que digo, que son bastante obvias y que pueden deducirse sin necesidad de asistir al espectáculo, no explican el sobresalto que mencioné al comienzo. Sobresalto que no está relacionado con la experiencia del actor o del espectador sino con otra de la que nunca había oído hablar: la del autor. O quizá la del director. O la del —como es mi caso— autor/director. Es una experiencia verdaderamente curiosa. Una sensación que merece ser explicada. No sé si personal e intransferible. Por si acaso la voy a contar.
Lo que me impactó al asistir a la representación de mi propia obra fue la sensación de haber sido invadido por el público. Yo, invadido yo. Una creación artística —vamos a llamarla así, aunque siempre me da mucho pudor— es siempre una proyección mental sobre el mundo. En ciertas disciplinas, como la escultura o el teatro, esa proyección se materializa y toma consistencia física. Como los ectoplasmas que surgen de la mente de los mediums eficientes, de ésos que ya no quedan. Pero aún con medios más etéreos, como la música, la proyección sobre la realidad externa —de eso que en El hombre de la pistola de nata califiqué de excedentes mentales— configura un espacio en el mundo. El viernes sentí lo que nunca había sentido en la proyección de una de mis películas o en la representación de una de mis obras, ya fuese con cuarta o sin cuarta pared: no sólo obra y espectadores no estaban físicamente separados sino que, al estar dentro del espacio de la obra, los espectadores estaban también dentro de mi cabeza, pues al habitar físicamente el espacio mental que yo había proyectado para ellos en el exterior habitaban también virtualmente mi espacio mental interior. Es como si mi cabeza hubiera aumentado de volumen y la gente entrara en ella para apoyarse en las paredes internas de mi cráneo. Algunos incluso con una copa en la mano. Y, para liarla aún más, yo mismo me encontraba también allí dentro. Lo que percibí fue un extraño bucle infinito que me contenía al tiempo que yo le contenía a él. Estoy seguro de que más de un arquitecto ha pasado antes por algo parecido. Pero es extraño sentir ese vértigo cuando uno no es arquitecto.
Es posible, pienso ahora, que si no fuera en corro la disposición del público la impresión sería distinta. Tiene algo de inquietante y un matiz solemne. Envuelve a los actores, desbarata los afanes de nuestra pulsión escópica y usurpa las paredes de mi caverna mental/ectoplasmática (la mía, la del autor). Y no sólo eso. La disposición en corro no es inocua ni está vacía de polisemias. Nos retrotrae a atavismos tales como escuchar relatos alrededor de una hoguera a resguardo de las fieras nocturnas. A rituales mágicos, a chamanismos, a los círculos yezidas de la Transcaucasia, a la sardana ampurdanesa, a Little Big Horn y a cierto uso y costumbre muy popularizado por el porno japonés. Por citar sólo unas pocas ocurrencias. El caso es que el efecto se multiplica: allanamiento mental por círculo transcaucásico igual a autor turbado (más o menos turbado).
Pero no os asustéis, estas son cosas que sólo me preocupan a mí. La obra es una comedia. No es Eyes Wide Shut. Venid a verla y os lo pasaréis bien. Y cuando salgáis de mi cabeza me contáis qué os ha parecido.
© Carlos Atanes
Madrid, 12 de Diciembre de 2012